LA HERIDA PASOLINI, por Jordi Maiso

Mauri Pasolini

Pier Paolo Pasolini se ha convertido en objeto de celebración[i]. Ha dejado atrás el estigma que pesara sobre él en vida, y su carácter “trasgresor” ha pasado a ser un aderezo más que capitalizan quienes más le denostaron. A Pasolini lo reivindica hoy una izquierda que tanto le rechazara –el PCI le expulsó por homosexual y la oposición extraparlamentaria à la Lotta Continua se burló de él hasta el escarnio–, pero también lo reclaman los fascistas que quisieron acabar con él, e incluso el Vaticano, que tras acusarle repetidamente de blasfemia y considerarle sacrílego, hoy aplaude su obra por dar “un vigor nuevo al verbo cristiano”. Si en nuestros lares el diario ABC le corona “profeta de nuestra decadencia”, en Italia ha sido poco menos que convertido en santo. El ministro de Bienes Culturales del gobierno italiano, Dario Franceschini, inauguraba la creación de una comisión para dirigir los actos de conmemoración del 40 aniversario afirmando que “Italia tiene el deber de recordar a Pasolini. Tiene el deber de transmitir a las nuevas generaciones la actualidad de su mensaje de búsqueda y de denuncia”. Llamativa exhortación del ministro de un Estado que nunca sintió el deber de investigar seriamente las circunstancias que rodean su muerte. Desde todas las trincheras se intenta capitalizar hoy el recuerdo de PPP, y parecería que en su obra no quedan ya aristas inasimilables para el poder omnímodo que no se cansó de denunciar. Lejos queda el intelectual que sufrió 33 procesos entre 1960 y 1975, y al que se hostigó con denuncias infundadas (que acabarían en sentencias de absolución) dirigidas a dañar la dignidad de un hombre que resultaba molesto[ii]. En vida fue denunciado, censurado, incluso asesinado; hoy parecería que ya solo tiene amigos. ¡Y qué amigos! Cabría pensar que algunos, no contentos con el atroz final de Pasolini, querrían sepultar su capacidad de seguir interpelándonos bajo una losa de exaltada veneración.

El problema no es que Pasolini haya sido “instrumentalizado” por parte del “poder integrador” y su cultura –este es un peligro con el que él mismo contaba–, sino algo aún peor. Su obra ha quedado suspendida en el panteón de los “bienes culturales”, allí donde su voz ya no puede hacer daño, porque forma parte del “patrimonio”: es un “legado” a “administrar” por parte de instituciones estatales o los llamados gestores de la cultura. Walter Benjamin había escrito que los vencedores no solo escriben la historia, sino que se pasan, de generación en generación, el botín de los bienes culturales. El primer imperativo hoy sería no dejar que Pasolini sea integrado de forma pacificada en este botín: “En cada época ha de intentarse arrancar la tradición al conformismo que está punto de subyugarla”, escribió Benjamin. Esta frase es tanto más válida porque, si algo combatió Pasolini, fue sin duda el conformismo. Rechazó cualquier complicidad con ningún género de poder –político, cultural o económico–, y nunca se plegó a los dictados del sano sentido común. Donde se sentía a gusto era precisamente “fuera de Palacio”: su apuesta existencial optó por lo desviado, por lo no asimilado –y no por lo que quisiera hacerse pasar por ello. Es sabido que observar el curso del mundo desde el punto de vista de los excluidos agudiza la mirada: «nos enseña que el ‘estado de excepción’ en el que vivimos es la norma” (W. Benjamin). Eso le hizo sensible a las implicaciones y costes que traía consigo la mal llamada “modernización”, que pasaron desapercibidos en el limbo de los intelectuales que ejercen aproblemáticamente como tales[iii]. El valor de su figura intelectual estriba también en que supo reconocer la amenaza latente del conformismo incluso en su aparente opuesto: cuando el hombre medio abraza con aparente valor causas en principio progresistas y revolucionarias para poder abandonarse a su deseo de hacer las paces con lo existente, a su voluntad de reconciliarse con el mundo. Nada más lejos de Pasolini: si a algo se negó fue a la complacencia y a la autocomplacencia, a hacer las paces con un mundo que juzgaba, además de inhumano e injusto, monstruosamente feo: ajeno a toda noción de una vida que merezca ser vivida.

A Pasolini se le recuerda con razón, pues fue una voz singular, única, tanto en poesía como en el cine, en su intensidad vitalista y en su implacable y lúcida capacidad reflexiva –poco común entre intelectuales asentados–. Con razón se subraya también su importancia como escritor que se expresaba en público sin otra arma que sus palabras y sus imágenes, y que lo hacía ajeno a las censuras de lo políticamente correcto: prefería ser enemigo del pueblo que enemigo de la realidad. De ahí el valor casi profético de su crítica de la modernización y la denuncia de su carácter destructivo, genocida. Para Pasolini vale lo que Adorno dijera sobre el psicoanálisis: nada es más cierto en él que las exageraciones. Y es que supo leer en su tiempo los signos en los que se condensan en las grandes transformaciones epocales. Pero, ¿puede haber un recuerdo pacificado de Pasolini? ¿Un recuerdo reconciliado? ¿Se le puede “celebrar”? No olvidemos que hablamos de alguien cuya vida fue interrumpida de forma salvaje y brutal: su cuerpo sin vida fue encontrado en las primeras horas del 2 de noviembre de 1975 completamente masacrado: cubierto de sangre, la cabeza reventada, la mandíbula rota, la oreja derecha prácticamente arrancada, diez costillas fracturadas, el hígado desgarrado en dos puntos, etc. Solo esto, unido a las persistentes incógnitas que rodean su muerte, bastaría para desconfiar de las celebraciones oficiales.

Pero esta memoria que suspende a Pasolini en el cielo de la cultura neutralizada es sospechosa, además, porque su conmemoración no puede ser festiva. La herida que atraviesa su obra, la de una cesura histórica que ha llevado a la homologación cultural y antropológica bajo el signo de una modernización capitalista que no admite ninguna divergencia, no tolera ningún “afuera” y convierte el pasado en tierra quemada: esa herida no ha sido cerrada. Más bien se ha abierto aún más y se desangra. La sociedad de la mercancía no ha dejado de vencer, y es bajo su signo que Pasolini mismo se convierte en “bien cultural”, en patrimonio. Esa modernización se va hoy a pique en una crisis social, económica y ecológica, pero no porque se haya interrumpido su curso, sino porque muere de éxito, arrastrándonos a nosotros, sus criaturas infelices –diría Pasolini–, con ella. El valor de Pasolini consiste en haber percibido esa devastación, precisamente en un momento en el que la izquierda política y cultural creía que nadaba con la corriente de la historia, que combatía las rémoras de un pasado oscuro y no una devastación cualitativamente nueva: la de una modernización arrasadora y sin alternativas, cuyas ruinas a nivel planetario están hoy ante nuestros ojos. ¿Cómo conmemorar entonces a Pasolini? Creo que, además de tener en cuenta lo que sus advertencias significan para nosotros hoy, habría que preguntarse qué significa nuestro presente ante Pasolini: ante quien supo captar con precocidad y exactitud lo que significaba un nuevo paisaje social y humano, un nuevo tiempo de consumo que hoy se nos presenta como una pseudo-naturaleza tan avasalladora e incontestable como (auto)destructiva. Pero empecemos por el principio: ¿qué nos enseña Pasolini para un tiempo que no puede ser sino tiempo de resistencia?

Hasta los años 60, PPP había considerado que los subproletarios nunca se integrarían en la sociedad capitalista. Más que su conciencia política, lo impedía su modo de vivir, su alegría, su inocencia: un modo de vida completamente ajeno a los valores de la sociedad burguesa – un modo de vida verdaderamente popular, plebeyo. Sin embargo se equivocó: tuvo que aprender que el desarrollo de la sociedad de la mercancía no tolera nada ajeno a su lógica, y esta forma de vida fue subyugada, arrasada y homologada en apenas unos pocos años. Para él fue un golpe acusadísimo, y haría su duelo en público, en parte en sus artículos en Il corriere della Sera –periódico burgués y antiobrero por antonomasia–, posteriormente recogidos en sus Escritos corsarios y sus Cartas luteranas. Son textos que desbordan imaginación sociológica: partiendo de su experiencia personal de los cambios históricos –y por tanto con una base empírica limitada–, ofreció un diagnóstico de una rapidísima homologación cultural, que bajo el rodillo de la socialización capitalista aniquilaba toda forma de existencia no burguesa y convertía el consumo en única forma de vida. La cultura de las clases subalternas dejaba así de existir – aunque no desaparecía, sin embargo, su miseria. Hubo de comprender que la verdadera revolución de la sociedad de la mercancía era la construcción de un nuevo tipo humano. Un modelo antropológico que no podía entenderse desde las categorías previas: izquierda y derecha, progreso y reacción, fascismo y antifascismo. Ante el nuevo espíritu del capitalismo éstas eran distinciones puramente terminológicas, inesenciales. Lo nuevo era precisamente una forma de constitución antropológica, de estructura de deseo y de forma de vida que por primera vez afectaba realmente a todos. Aquí reconoció Pasolini la primera homologación de un país que no había sido unificado por monarquías absolutistas, por procesos de confesionalización ni por revoluciones burguesas: lo que homogeneizó Italia fue el paso del paleoindustrialismo y el mundo campesino a la sociedad de consumo, la sociedad de sujetos monetarios y atomizados. Quien había respirado la espontaneidad y la vida que había sido posible en los márgenes de la Italia paleoindustrial y campesina se encontraba ahora con que “ya no hay seres humanos, hay máquinas extrañas que chocan entre ellas”.

Pasolini había buscado las asimultaneidades de la modernización, intentando encontrar resquicios de alteridad no asimilada, fuentes de vida, de esperanza, de resistencia: una vida no resignada, sin duda materialmente más pobre, pero más viva. Eso le llevó a los márgenes del capitalismo: primero a la periferia romana, más tarde a Nápoles, después al llamado Tercer Mundo, que sería escenario de sus viajes y de muchas de sus películas. Se trataba, sin duda, de una búsqueda de un afuera ante la imposición de una homogeneización aplastante y asfixiante. Pero lo que marca esta búsqueda no es una nostalgia decadentista del pasado, sino el duelo por un fin del mundo: el de la desaparición de las tradiciones precapitalistas, populares y plebeyas. Sabía que volver atrás era imposible – y quizá tampoco fuera deseable. Pero él, que percibió mejor que nadie el abismo que la temporalidad del consumo abría entre las generaciones, quiso transmitir la experiencia de la aniquilación de un mundo de experiencia: un mundo guiado por temporalidades cíclicas cuyo volver se había acabado. «Sin conciencia de lo que la aceleración del tiempo se lleva por delante en términos de destrucción de la experiencia y de formas genuinas de sociabilidad no es posible un proyecto emancipador que nos permita salir de la experiencia asfixiante del capitalismo”[iv]. Se trataba también de resistir a la aniquilación de la dimensión histórica de la conciencia en un presente unidimensional: consciente del peligro de que la forma de existencia dictada por la sociedad de la mercancía se nos presente a los nacidos después como algo evidente, natural, intransformable. Pasolini quería poner de manifiesto su carácter contingente e histórico, y señalar el escándalo de que la nueva barbarie se impusiera bajo la bandera del progreso: pues no era sino una nueva fase de la prehistoria, quizá la más salvaje y destructiva, porque carece de concepto y de alternativas, y porque por primera vez se apodera de la vida externa y también interna de los seres humanos: los fagocita.

La conciencia que Pasolini articula, y que para nosotros es irrenunciable, es que ya no cabe esperar nada del desarrollo de la sociedad capitalista: nada que no sea destructivo. Pero las experiencias de resistencia en las que él aún pudo apoyarse no son para nosotros ya nada más que ruinas: la ausencia de un afuera es hoy un hecho difícilmente contestable. Desde Dubai a Detroit, desde Hong Kong a las banlieus parisinas, el capitalismo está a solas consigo mismo. Hoy, sin embargo, pocos pueden creer ya que la sociedad de la mercancía pueda traer bienestar para todos. Consignas como sostenibilidad revelan que no son ya accidentes, guerras o catástrofes naturales las que amenazan la vida sobre este planeta: sino el mero business as usual del capitalismo planetario. La capacidad del sistema de integrar a capas de población cada vez más grandes en el trabajo asalariado disminuye a ojos vista –y sin embargo no se tolera ninguna forma de supervivencia al margen de las relaciones monetarias. De ahí que nuestra nostalgia no se dirija tanto a tradiciones populares y plebeyas que apenas hemos conocido, sino al horizonte de vida que permitían los milagros económicos de posguerra, el horizonte del capitalismo keynesiano: derechos sociales, pleno empleo y consumo de masas. Ese pasado gris que, en su versión italiana de los años 60 y 70 fuera blanco de las más duras críticas de Pasolini, se nos aparece hoy como una arcadia perdida. Ante el recrudecimiento de las relaciones sociales, el sueño de la mayoría hoy es precisamente el «no quedarse fuera» de una modernización que hoy se agota y se encoje, y se revela cada vez más demoledora. De hecho el mayor miedo hoy es quedarse fuera del sistema del trabajo y el consumo y el mayor deseo seguir formando parte de ese universo cuyo carácter destructivo Pasolini captara de forma tan incisiva.

Con esto no quisiera hacer una denuncia abstracta, ni tampoco hacer las alabanzas de una nueva frugalidad, sino plantear una reflexión sobre nuestra situación, sobre lo que hace hoy a Pasolini tan necesario y al mismo tiempo nos distancia inevitablemente de él. Nuestra situación es aún más asfixiante, y si PPP era consciente de que con cada reconocimiento de la derrota se adaptaba a la degradación y aceptaba lo inaceptable, nosotros no podemos serlo menos. Lo que nos ha legado es en este sentido su duelo por las posibilidades perdidas, la conciencia articulada y aguda de una derrota histórica que no por ello desemboca en la resignación ni en la autocomplacencia. Este legado no puede sino estar a la base de la conciencia crítica del presente. Porque si algo nos queda de Pasolini es su herida: una herida que puede expresarse y articularse en la escritura y en el cine, pero que solo puede cerrarse en la realidad social e histórica. Mientras eso no pase, conmemorar a Pier Paolo Pasolini consiste en velar porque esa herida no deje de hacer daño.

J.M.

Notas

[i] El presente texto fue presentado en la librería Enclave de Libros de Madrid el 6 de noviembre de 2015, en un acto titulado «Pasolini: Mutación antropológica y crítica de la modernidad, 40 años después».

[ii] A. Giménez Merino: «Pasolini, entre nosotros», Mientras tanto.es, 140, noviembre de 2015.

[iii] Cfr. Juan Ramón Capella: Entrada en la barbarie, Madrid: Trotta, 2006.

[iv] A. Giménez Merino: «Pasolini entre nosotros», ob. cit.

 

Descargar pdf Jordi Maiso, FAKTA, diciembre 2015

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