Un marco: el espejo roto
Desvelado por el cansancio de la vuelta de vacaciones me dejo caer frente a la televisión para dejar que la ceremonia de inauguración de los juegos olímpicos me distraiga. Y me distrae. Comienzo divirtiéndome por el montaje kitsch de imágenes que convierte el césped en un parque temático de tópicos ingleses. Está bien, me digo, al fin y al cabo estos espectáculos están pensados para vender y contribuir al PIB del lugar organizador, ¿por qué vamos a criticar que la City quiera vender sus estereotipos si esto es en lo que consiste la política contemporánea de la sociedad espectáculo y la economía de la atención? Doy algunas cabezadas pero aguanto hasta el desfile de las delegaciones por países (qué paradoja, que en un mundo en el que los estados-nación tienen cada vez menos importancia los Juegos sigan siendo la metáfora del poder político-militar de aquéllos). Desfilan (pues en eso consiste la metáfora, en el “desfile” que sustituye a los militares por atletas) con variopintos uniformes (eso sería revolucionario: que los ejércitos de los respectivos estados-nación se uniformasen con las vestimentas de sus atletas admirados), banderas y alegres rostros de juventud (acompañados en la retaguardia por una delegación de políticos de la cultura deportiva serios, obesos, concernidos). Me despierto completamente para comprobar si lo que ha comenzado a sorprenderme se convierte en regla. Sí: los atletas más que desfilar y presentarse como objeto de contemplación y espectáculo han decidido ser ellos quienes registren lo que está pasando. Todos, casi todos, llevan en sus manos móviles, cámaras, vídeos, y levantan los brazos no sólo para saludar sino para también grabar el evento y al público espectador.